Era 1970 y un niño inquieto corría detrás de un grupo de cabras. Con un par de ojotas gastadas, una camiseta rasgada y las mejillas tostadas por el intenso calor de Salitral, Manuelito jugaba con una llanta de caucho mientras perseguía a “meche”, su cabra preferida.
Manuel Alfredo Jiménez Rivas, tiene cuarenta y cinco años. A los seis años, cuando subía los cerros y perseguía cabras, no imaginaba que casi cuarenta años después tendría ocho hijos, un negocio propio y mucho menos imaginó cambiar su querida llanta de caucho por los cuchillos, y las ollas.
Cuando era joven y todavía vivía entre ganado y cultivo, Manuel soñaba con ser maestro; con una mano movía la hamaca donde dormitaba su hermano menor y con la otra sostenía su mentón y se imaginaba enseñando en una escuela de la ciudad.
Su sueño de ser maestro parecía difuminarse en el aire poco a poco. No había dinero y además tenía seis hermanos menores que atender. A su madre la edad ya le estaba cobrando, su padre había fallecido y él, siendo el segundo de ocho hermanos, debía asumir una responsabilidad que, a los dieciocho años, nadie se imagina.
Manuel no pudo estudiar para ser maestro, a cambio de eso pasó un año en el servicio militar, cambió su gusto por las aulas a los cuarteles, los ejercicios y los baños a las cinco de la mañana.
Un año después del servicio militar, con un poco más de músculos y con la costumbre de levantarse siempre a las cinco de la mañana, bañarse, hacer ejercicio y tender su cama, Manuel vino a enfrentar la ciudad.
Las amanecidas a las que se acostumbró en el ejército le sirvieron para su primer empleo, vigilante. Trabajaba en un restaurante hasta que un día, gracias al poco talento de uno de los mozos, pasó de cuidar la entrada del restaurante a vestir pantalón negro, camisa blanca y corbatín. Ahora no era más vigilante, era un mozo.
Parecía que la suerte se sentía atraída por Manuel. Un cocinero no había llegado a trabajar, los clientes no podían esperar, así que Manuel se ofreció a preparar ese bendito plato que, aunque el aun no lo sabía, cambiaria su vida. A pesar de la mirada incrédula y el: “si lo malogras te voto” que le había dicho su jefe, Manuel pasó el umbral del salón principal a la cocina del restaurante.
La mirada incrédula del dueño cambió a una mirada de asombro. Todavía tenía el sabor de los mariscos en su boca, y Manuel, parado frente a él, solo esperaba su autorización para servir aquel arroz con mariscos que había preparado. Rico, muy rico. Ya sirvan.
Manuel había dejado su vara de vigilante para usar corbatín negro y atender mesas, ahora dejaba esto para zambullirse en la cocina. Entre papas, pescados, ajíes, cebollas y todo tipo de especias, Manuel fue aprendiendo el arte de la culinaria.
Ahora parecía que la suerte había encontrado otro galán. Las cosas no iban bien en el restaurante, y Manuel pasó de ser cocinero a ser desempleado. Su sueldo de último mes de trabajo fue un montón de sillas y mesas. El restaurante estaba tan mal económicamente que, en vez de dinero, repartía su inmobiliaria entre sus ex trabajadores.
Manuel miraba las sillas que había apilado en una esquina de su casa. Su esposa, a quien conoció mientras trabajaba de vigilante, solo le decía que piense y piense en qué se puede usar esas benditas sillas. Mientras miraba a dos de sus hijas jugar y olía lo que Luisa, su esposa, preparaba, una idea llegó a su mente. Comida. A eso se había dedicado los últimos años y aunque no se creía un experto sabía que podía hacerlo, sabía cómo y cuánto era necesario para montar un negocio.
Empezó con un puesto de esteras en la esquina de su casa, sus sillas, una que otra mesa y una sazón sin igual. Ahora parecía que la suerte se volvía a sentir atraída por Manuel. Las esteras fueron creciendo, Manuel alquiló un local, tiempo después compró otro mucho más grande, construyó un segundo piso y se mudó con su familia.
Ahora, lleva ya seis años con su restaurante, vende entre 1000 y 1500 soles un buen día y le puso Holssen por su hijo, su único hijo varón. Se las ingenia todos los días para calcular lo necesario para el consumo, aun conserva la costumbre de levantarse temprano. Revisa la alacena y se va al mercado.
Para Luisa, su esposa, Manuel es como un niño chiquito. Come bastante, de cada palto que prepara se deja un poco. Atolondrado cuando tiene demasiados pedidos, pero alegre como él solo. Pareciera que ese niño que jugaba con la llanta de caucho y perseguía cabras aun está ahí, solo que ahora juega a dirigir un su propio restaurante.
Por Claudia Ruíz